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  • Foto del escritorcaligonzalez2

Verde Monte

Actualizado: 7 ago 2023


Desde lo alto de la roca se puede ver mejor la selva. Tupida y unicolor. Acá le dicen el Monte. Las hojas plateadas de un yarumo viejo y velloso le dan sombra a los helechos, que nacen abajo enroscados como un fósil. Hemos visto llover seguido durante cinco días. Cuando el río se pone chocolate y rabioso se lleva todo lo que encuentra por delante. “Más antes la creciente se llevó un carro. Hicieron minga para sacarlo del río tres charcos más abajo” me dice Karina la hermana de Griseldo, antes de lanzarnos al agua. Hoy por fin ha salido un sol picante que se cuela por entre las nubes grises. Es el momento para lavar la ropa y ponerla a secar antes de que se desgrane otro aguacero.


Me paro justo en el filo de la roca con cuidado de no resbalar, porque está lisa como un jabón. Abajo en el charco verde se ven seis cabecitas pataleando rápido, para mantenerse a flote entre los neumáticos vacíos. Aprieto los puños con algo de nervios por la altura. Salto tomando impulso con ambos pies y en el aire recojo las rodillas para entrar de nalgas suavemente por entre el neumático negro. Mi cuerpo sigue derecho hasta el fondo del río y siento el agua entrar por mi nariz como un candelazo. Empiezo a mover los brazos intentando salir del remolino de burbujas, que se han formado con mi propio cuerpo. El agua revuelta no me permite ver con claridad la superficie. Escucho las risotadas de los niños driblando en mis oídos como un balón. Mis ojos se empiezan a acostumbrar al ardor del agua y braceo para subir a tomar aire. De repente escucho a lo lejos un grito de Ortencía. ¡Cójanla! ¡cójanla! y caen directo al agua todos los niños al tiempo. Se forma un desorden de brazos y piernas moviéndose sobre mí. La arena del fondo se revuelca y tengo que cerrar los ojos con fuerza. Entre más intento subir a la superficie más obstáculos encuentro. Recuerdo las palabras de mi papá el día que me quitó de la cintura el flotador de icopor. “Ya estás lista para nadar sin esto”. Desamarró las cuerdas y me lanzó al río sin darme tiempo de llorar. Después de tragar agua por el susto durante unos segundos empecé a tranquilizarme. Entendí que mi salvamento no eran los tres pedazos de icopor, que volaban como unos dientes flojos agarrados de una hebra. Dejé que mis pies tocaran fondo y tomé impulso para llegar hasta la orilla pataleando con rabia. Encontré a mi papá muy sentado en una piedra, poniéndole masa amarilla al anzuelo para pescar sus sabaletas.


Los niños no se han dado cuenta que estoy debajo de sus piernas intentando subir a flote. Siento que el corazón se me va a estallar por la presión y empiezo a dejar caer mi cuerpo hacia el fondo como una pluma. Supongo que es la misma sensación que vivió mi mamá el día de mi nacimiento. Llegó manejando hasta la Clínica de Maternidad de Palmira con mi hermana mayor de la mano. En el pasillo rompió fuente y Carmiña gritaba que ayudaran a su mamá que se estaba orinado. Empezó un trabajo de parto difícil porque venía de nalgas. Las enfermeras hacían masajes desde arriba, monitoreando los latidos del corazón con una corneta y el médico introducía sus manos para reacomodar la criatura que se resbalaba tercamente para volver a sentarse. El alumbramiento fue largo y mi mamá descansó cuando le avisaron que había nacido su quinta hija sana y completa. De camino a la habitación sintió que la acompañaba un coro de música y luces al fondo. Alcanzó a decirle al médico “me muero”. Corrieron a estabilizarle la presión que subía y bajaba como un yoyo mortal. Mi mamá flotaba por toda la habitación y veía desde arriba todo el tropel angustioso de enfermeras y médicos que intentaban resucitarla. “Con esta inyección se queda o se va” dijo descompuesto el doctor Orejuela. El medicamento entró por sus venas y con un fuerte dolor de cabeza mi mamá regresó milagrosamente a la vida.


Los niños han girado como un cardumen rio abajo y dejan por fin un espacio arriba para tomar aire. Mis pulmones se inflan como la barriga de un pecesapo y siento que vuelvo a nacer. A lo lejos escucho el crujido de las piedras que se desacomodan. Saltan como locos por los crespos de la corriente. Griseldo lleva la delantera. Casilda, Néstor y Karina van de segundos. Los más chiquitos se atropellan contra las piedras con tal de llegar y las lavanderas siguen gritando ¡Cójanla! ¡Cójanla!. Griseldo se tira en plancha para atrapar como un trofeo la chancla naufragada.


Fin del primer Cuento Pacífico.


Ilustración de Paulina Cala González. Pacífico Colombiano

Libro: El Desande

Autor: Liliana González Reyes

Comunicadora Social / Empírica en Marketing / Escritora a ratos



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