Regalías de Trapo
- caligonzalez2
- 19 jun 2021
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 13 jul 2022
Quedamos atascados en la Línea, en uno de los tantos recorridos que hicimos por tierra, entre Bogotá y Cali, atravesando la Cordillera Central. No es algo inusual en un país como el nuestro, donde la naturaleza dispara sus fuerzas de un momento a otro, y las inestables montañas se derriten por la lluvia. Podía ser un derrumbe de piedras, o el volcamiento de algún camión. Las curvas en esta zona andina son profundas y difíciles de maniobrar, así que los conductores de las tractomulas muchas veces, quedan milagrosamente frenados por las peñas. Las carreteras desde este vértice se pueden ver como una cicatriz abierta sobre la piel de la montaña.
La fila de carros frente a nosotros era infinita, y todos, con los motores apagados. Mala señal. Apenas se acercó a nuestra ventanilla el primer vendedor ambulante, pudimos dimensionar el tamaño del contratiempo. De un momento a otro, ya eran más de veinte vendedores ambulantes ofreciendo gaseosa fría, quesos envueltos en hoja de plátano, pandeyucas en bolsas de papel, mallas con mangos colgados de un palo, botellas con agua congelada y hasta papel higiénico, por si acaso algún pasajero de bus, necesitaba recurrir a los arbustos como baño improvisado.
En ese momento mis hijos tendrían unos ocho y nueve años. Solo se llevan un año de diferencia. José Luis mi marido apagó el carro y nos bajamos a estirar las piernas entumecidas, por más de cinco horas de viaje. No había movimiento, ni para atrás, ni para adelante. Algunas personas de los otros carros ya habían sacado hasta sillas plegables y estaban literalmente de visita a 2.500 metros de altura, al filo de la montaña. Después de una hora de espera, José Luis le propuso a los niños caminar hasta una explanada, unos metros más abajo, y empezar a contar, cuántos carros blancos y rojos, se alineaban en la serpiente multicolor. Ese juego los fue entreteniendo, mientras yo miraba desde el carro, cómo la neblina de la tarde empezaba a cubrirnos, como un toldillo blanco.
Nuestra camioneta quedó parqueada justo frente a una casa con techos de hojalata, apenas sostenida por unos troncos oblicuos sobre el gran barranco. Dos perros famélicos dormían sobre la cuneta al borde de la carretera y las gallinas piaban libres, como si estuvieran corriendo en la pradera. Me causó curiosidad el gigantesco muñeco de trapo, o “Año Viejo”, que habían sentado como un guardián, en la puerta de la casa, sobre un inodoro quebrado. Parecía un buda rechoncho, cómodamente sentado en su trono de pedernal. Seguramente lo habrían rellenado de hojarasca y pólvora, para prenderle candela a las 12 de la noche, como lo hacen tantos colombianos para despedir el año.
Mis ojos querían ver más, y entraron como un lente por la diminuta puerta de aluminio hacia el interior de la casa. Después de pasar por una zona oscura, pude ver al fondo los destellos y chispas de una fogata al rojo vivo, calentando una olleta metálica. Esos brillos dispararon el obturador de mis sueños como una epifanía. Pude ver a mi amiga Adriana con su cámara Nikon colgada al cuello, arrodillándose en la carretera para capturar el mejor encuadre. Mirando repetidamente la pantalla, hasta conseguir la imagen perfecta del buda, con los leños ardientes al fondo. Y después de conseguir el retrato perfecto, seguiríamos nuestro viaje en carro, retratando Años Viejos, por los pueblos más hermosos de Colombia.
La imagen del libro fue tan vívida, que tan pronto llegamos a Cali, después de casi tres horas de retraso, tomé el teléfono y llamé a Adriana para desearle un feliz año, y ponerla al tanto del sueño editorial que nos esperaba. No fueron pocas las conversaciones que tuvimos con vino en mano, imaginándonos cómo y cuándo podríamos hacerlo. No era fácil dejar a la familia sola un 31 de diciembre, para emprender este viaje. Así que el proyecto quedó postergado para el momento en que finalmente se dieran las cosas. Pero el momento nunca llegó. Adriana luchó de manera valiente contra un cáncer implacable y se despidió de nosotros en el año 2014. Seguramente ya tiene el libro entre sus manos y cuando nos encontremos, le voy a exigir mis regalías de trapo.

Maestra fotógrafa: Adriana Robles

Autor: Liliana González Reyes
Comunicadora Social / Empírica en Marketing / Escritora a ratos
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